Pubicado el 27/01/12
Hoy se cumplen 67 años que las tropas rusas descubrían el campo de
concentración de Auschwitz, a pesar de los intentos frustrados de las
tropas nazis en retirada por ocultar las pruebas del horror. Hace solo
67 años. Es mucho o poco tiempo, segun lo queramos mirar. Han pasado
tres generaciones desde entonces y a las más nuevas les suena como algo
muy lejano e inocuo, como si de una anécdota macabra de la historia se
tratara.
Pues creo que no se debería olvidar. No se puede pasar página de aquel horror. He tenido la, no se si llamarlo fortuna o desgracia, de ver un campo de concentración nazi. El campo de concentración de Mathaussen, en Austria, tras el de Auschwitz, el más macabro de cuantos hubo. Los asesinatos y atropellos indignos a los seres humanos que allí se cometieron, insisto, no hace tanto tiempo, te encogen el alma. Pasear por aquellos pasillos... entrar en la cámara de gas... ver un horno donde se cremaban los cadáveres... entrar en las salas de tortura... acceder a los barracones donde se hacinaban los moribundos presos... sobrecoje el alma. No hay palabras para describir lo que allí sucedió. Escapa a todo lógica moral.
Siempre
que recuerdo cuando visité Mathaussen cuento la anécdota de como
transcurrió la visita. Estabamos recorriendo la Ruta del Danubio en
bicicleta, desde el sur de Alemania hasta Hungría. Era el séptimo día de
la travesía y salíamos de la bonita ciudad de Linz, donde habíamos
pasado una noche genial en un pub con música en directo y varias
cervezas de la casa. Con esa alegría nos dirigimos a Mathaussen, como si
de otra atracción turística se tratara. Incluso titubeamos a la hora de
ir. Precisamente porque idea de lejanía que las generaciones más
jóvenes tenemos de ese horror hace que pareciera que ibamos a un
cementerio de visita guiada.
Aquella alegría con la que
ibamos por nuestra ruta se apagó pronto. Solo de entrar allí, un
escalofrío recorre todo tu cuerpo. El aire se carga y cuesta respirar.
Sientes un vacío enorme en tu interior. Una extraña mezcla de pena,
rabia, impotencia y desesperación. Recuerdo que salimos de Mathaussen y
continuamos nuestra marcha en bicicleta. Una marcha que durante una
semana había sido alegre en cada minuto se tornó en más de dos horas de
silencio. Ninguno de los cuatro que ibamos en ese grupo tenía fuerzas
para hablar. Simplemente, las palabras no salían. Había una necesidad
muy grande de reconciliarse con uno mismo.
De aquella
experiencia, solo puedo decir que me cambió la vida. Toda una lección de
lo importante que son la tolerancia y el respeto a los demás. Una
lección que no debe ser olvidada. Todo el mundo debería proponerse, al
menos una vez en la vida, conocer aquel horror de cerca, para valorar
más lo que somos, por encima de cualquier diferencia que pueda existir.
Una lección que no se puede olvidar. Demasiado dura para permitir que se
entierre en el tiempo y se vuelva a repetir, porque el hombre ha
demostrado que cuando despliega el odio y su maldad en todo su apogeo,
puede ser el peor demonio que jamás habite en el universo.
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